Edith Roque
En México, escuchar música en un bar, un restaurante, un café, o un gimnasio parece un acto cotidiano e inocuo. Sin embargo, detrás de cada canción se activa un entramado jurídico y económico que muchos empresarios desconocen o prefieren ignorar. La Ley Federal del Derecho de Autor (LFDA) establece que toda ejecución pública de obras musicales requiere licencia y pago de regalías. Lo que para algunos es simple “ambientación”, para la ley es un acto de comunicación pública que genera beneficios económicos al negocio.
El problema surge cuando esta regulación, que busca proteger la creatividad, termina percibiéndose como un mecanismo de presión. La norma, lejos de ser un puente entre creadores y usuarios, se convierte en un campo de tensión marcado por la opacidad, los cobros arbitrarios y la desconfianza hacia las instituciones.
La LFDA, reconoce que en cada canción intervienen distintos derechos:
Por ello, un negocio que reproduce música debe cubrir licencias ante tres sociedades de gestión colectiva: la SACM (autores y compositores), la ANDI (intérpretes) y la SOMEXFON (productores de fonogramas).
En teoría, este esquema debería garantizar ingresos justos a los creadores. En la práctica, sin embargo, se traduce en operativos punitivos, sanciones que van de 20,000 a 120,000 pesos y clausuras temporales. A ello se suman denuncias por cobros sin tabuladores claros y exigencias de pagos inmediatos bajo amenaza de embargo, lo que alimenta la percepción de coerción institucional.
Entre 2023 y 2025, las cámaras empresariales de estados del norte —Chihuahua, Coahuila, Baja California y Nuevo León— denunciaron lo que calificaron como “acoso legalizado”. La Canaco Servytur de Ciudad Juárez acusó a inspectores del IMPI y representantes de la SACM de actuar como cobradores, más que como garantes de legalidad. No obstante, los testimonios de comerciantes revelan que muchas de estas prácticas subsisten. Mientras tanto, los compositores siguen reportando ingresos insuficientes. Casos emblemáticos muestran que incluso artistas de renombre reciben regalías mínimas en comparación con el uso intensivo de sus obras.
El resultado es un sistema donde nadie queda satisfecho: los autores se sienten explotados, los empresarios sienten que pagan de más, y el Estado aparece más como un recaudador que como un árbitro imparcial.
Uno de los mayores déficits del modelo mexicano es la opacidad. No existen estadísticas públicas que detallen cuántas multas se aplican al año ni tabuladores accesibles para calcular tarifas. Al mismo tiempo, persiste la idea social de que “la música es gratis”, alimentada por la masificación del internet y el streaming.
El reto es construir un modelo que concilie intereses. Para ello se requieren reformas profundas:
La música no es gratuita, pero su valor no puede traducirse en un sistema punitivo que erosiona la confianza social. Hoy, la legislación mexicana oscila entre autores que reciben poco y empresarios que pagan mucho, sin que ninguno se sienta beneficiado.
Un verdadero sistema de derechos de autor debe proteger a los creadores, pero también generar confianza en los usuarios. La legitimidad no se gana con operativos sorpresa, sino con transparencia, justicia y pedagogía cultural. De lo contrario, seguiremos atrapados en un modelo que, bajo la bandera de proteger la creatividad, reproduce violencia estructural y empobrece la vida cultural del país.